Volver a Ibagué

Por: Oscar Fernando Hernández*

Es mediodía y bajo nuevamente por la calle 21. El calor no es intenso y el cielo luce un azul claro con algunas nubes sobre el sur de la ciudad. Al caminar sobre el andén, veo los parasoles como si fueran un solo parasol gigante y multicolor. Giro a la derecha y dos visiones me golpean de pronto: la de un pequeño jardín de palmas, bien cuidadas, y la de los chulos sobre el techo del edificio de la plaza. Al fondo, se ve un monumento de Jorge Eliécer Gaitán con una placa que dice: “No soy un hombre, soy un pueblo”. A su lado, está un habitante de la calle tendido en la acera, como si fuera un guardián ya vencido. En las mañanas, la plaza tiene otro rostro; uno más dinámico y con más vida: todo el mundo habla, las señoras regatean con los vendedores, se escucha el perifoneo de los negocios, las carretas ofrecen los paquetes de tomates y de cebollas. La multitud se agolpa en torno a mí, pero no me incomoda; al contrario, esta actividad febril me hace sentir vivo.

La plaza se construyó en 1959, siguiendo el diseño del arquitecto colombiano Juvenal Moya Cadena, quien también creó la capilla del Colegio San Simón en 1955. Toda la plaza ocupa un lote de terreno de 891 m2, dividido en un solo sector. Tiene dos pisos, donde se ubican los puestos de venta de mercado. En el exterior, hay muchos cubículos enmallados que ofrecen todo tipo de productos: sombreros, hierbas medicinales, ropa, herramientas, entre otras cosas.

Al regresar, me encuentro con Rafael, el cuidador de carros que se ubica en la 21 con quinta. Me saluda y me invita a sentarme en un butaco para charlar, mientras él salta de un lado a otro atendiendo a sus clientes. Lleva una camisa a rayas y una gorra, y sus ojos son claros y brillantes. Su rostro refleja medio siglo de aventuras y privaciones. De pronto, corre para ayudar a aparcar un carro y luego vuelve. Seguimos hablando y le pido que me cuente sobre su vida. Quedamos de reunirnos en mi apartamento.

plaza

Rafael nació en Dolores, Tolima. Es el tercer hijo de una familia campesina que tuvo doce hijos en total. Se crio con sus abuelos, de los que guarda un grato recuerdo. A principios de los setenta, se trasladó con algunos hermanos a Ibagué. Tenía 17 años y era la primera vez que salía de su pueblo. Su padre decidió quedarse en la finca con el resto de los hermanos.

Rafael intentó continuar sus estudios, pues había estudiado en Dolores hasta tercero de bachillerato, pero no era muy buen estudiante y terminó abandonando el estudio. Un primo le ofreció la oportunidad de trabajar en el Guaviare. En realidad, el primo traficaba con coca y el trabajo consistía en cultivar y procesar hasta obtener algo que él llamaba “bazuka”. Era la época de oro del alcaloide y la plata se transformaba en algo abundante.

Rafael aprendió a conocer la selva. Sabía, por ejemplo, que en los abrevaderos podía encontrar animales como venados negros, tapires, chigüiros y tigrillos. También sabía que en época de verano podía ver a los bagres nadando en el lecho de los ríos. Con sus amigos se divertía en un pueblito llamado Calamar. Rafael ganaba buen dinero, pero la situación de orden público se complicó y tuvo que salir de la región. Recaló en el Retorno, otro pueblo cerca de San José, la capital del departamento.

Allí conoció a la que sería su compañera y con la que tendría dos hijos. En el Retorno, montó una tienda de abarrotes con ella. El negocio estaba ubicado en un buen sitio y les iba bien económicamente, pero nuevamente surgieron los problemas: la fuerza pública restringió el tránsito de muchos materiales para evitar que la guerrilla se abasteciera, lo que perjudicó el negocio de Rafael y Farid.

Rafael decidió regresar a su tierra, donde montó un nuevo negocio, pero su relación con Farid ya iba mal y decidieron separarse. Así que volvió a Ibagué.

Allí encontró una ciudad muy cambiada. Era el inexorable tránsito de una ciudad a otra, más moderna pero también más insegura y congestionada.

–¿Qué recuerdos tienes de esa época de Ibagué?

–Ibagué al principio, estamos hablando de 1972, era más reducido, había menos aglomeración de buses, era menos complicado. Hoy en día hay mucho carro y mucha moto.

En las fiestas de San Juan uno parrandeaba, la pasaba muy bueno sin problema. Hoy en día hay mucha delincuencia. Yo vi un promedio de 12 robos ese domingo de fiesta hace poco.

plaza la 21

–¿Qué recuerdos tienes de la plaza de la 21?

–La plaza era muy diferente. Funcionaba de otra forma. Las calles estaban prácticamente libres. Ahora no se puede caminar. Además, hay mucha delincuencia, mucha venta y consumo de droga en plena calle. Por lógica, el consumidor roba para poder comprar. En esa época había un teatro bueno y amplio que se llamaba Tamana, donde ahora existe un Mercacentro, a la derecha, cerca de la plaza. Me gustaba mucho ir a ver a Cantinflas.

Rafael vive del rebusque un tiempo. Luego se dedica a la carnicería, la pasión de su vida, pero le duelen los huesos por el frío de las neveras y no puede continuar. Es en ese momento que recibe una propuesta de un “señor de Pereira”, para hacer lo que había hecho en el Guaviare: procesar coca, pero esta vez en el Chocó. Rafael ya conoce la química del procesamiento de la coca y eso le da cierto estatus dentro del grupo de quince personas que inician el viaje.

La caravana, cargando los químicos, va recorriendo pueblos como Cartago, Anserma Nuevo, San José del Palmar y Currundú, siempre bajando. Cuando llegan a la selva del Chocó, donde se cruzan dos ríos, deben utilizar un sistema que los oriundos de la región llaman Garrocha. Es una canastilla que pasa por encima de los ríos hasta llegar a una planicie donde comienzan el recorrido final de un día, a pie.

Rafael no tiene problema en la actividad que debe llevar a cabo. Todo fluye normalmente. La selva nuevamente lo seduce: los ríos “cristalinos, cristalinos”, como él dice, donde se puede ver el fondo profundo de las aguas. Sólo el recelo y la desconfianza de los nativos con el blanco lo mortifican un poco, aunque entiende que lograr su amistad requiere tiempo y una actitud sincera y amable.

Rafael realiza un trabajo similar en la costa, en El Banco (Magdalena). Ahora es el río quien lo seduce: su anchura, la subienda, los pescadores, las dentadas de bocachico que compra por $4.000 pesos.

En los 90’s regresa por tercera vez a Ibagué. Trabaja en construcción con un vecino antes de viajar nuevamente; esta vez al Tolima. Allí hace trabajos varios en Mariquita y Fresno.

plaza la 21

Cuida también una finca en Ronces, pueblo cercano a Mariquita. Allí pasa la mayor parte de la pandemia; se enferma de la rodilla y debe regresar a Ibagué para atender su enfermedad. Su hermana, que tiene estabilidad económica, le es de gran ayuda. Al principio de este año (2023), por intermedio de un vecino, comienza su trabajo como cuidador de carros.

En la etapa final de su vida, sigue trabajando para subsistir; viviendo del trabajo de “franelero”, de los subsidios públicos y de la ayuda de la familia. Rafael duerme en un

hogar de paso, ubicado no muy lejos de la plaza. No es una vida fácil. Hace poco cuando se desplazaba a dormir, fue víctima de un atraco. Afortunadamente un motociclista lo auxilió y el episodio no pasó a mayores, salvo un fuerte puntapié en el estómago que le propinó el ladrón.

*Participante del Taller de Escritura de Crónica realizado en el centro cultural biblioteca Darío Echandía. Banco de la República de Ibagué. Profesores Omar González y Daniel Padilla. 2023.Detrás de cada sonrisa,

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