REDACCIÓN Q’HUBO
qhuboibague@gmail.com
En 2023 se cumplen 104 años de la llegada del primer aeroplano a Ibagué, un acontecimiento histórico que sorprendió a los habitantes de la ciudad y otras poblaciones como Girardot, los cuales jamás habían visto un avión. Ese día, acudieron en masa a observar el aterrizaje en el Llano de Belén, donde hoy queda el barrio que lleva el mismo nombre.
Un piloto extraordinario
Uno de los personajes más significativos en la historia de la aviación tolimense y colombiana fue el piloto norteamericano , quien comenzó a volar a los 19 años. Él participó en una expedición por el río Orinoco, aprendió a hablar español en México mientras se desempeñaba como aviador contratado por los generales del ejército revolucionario de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Asimismo, fue entrenador de pilotos del movimiento revolucionario chino de Sun Yat-Sen y vivió otras aventuras por el mundo antes de regresar a su país a trabajar con el fabricante de aviones Boeing y después con Glenn Curtiss.
A principios de 1919, cuando William Knox Martin trabajaba con la empresa The Curtiss Aeroplane and Motor Corporation de Estados Unidos, tuvo que atender en español a Carlos Obregón y Ulpiano Valenzuela, dos colombianos interesados en adquirir una aeronave para vuelos de demostración en el país, por lo que les vendió un biplano Curtiss Standard J-1. Esos mismos empresarios le hablaron al piloto acerca de las posibilidades que tendría la aviación en territorio colombiano, dados los problemas de vías y comunicaciones.
Fue así como Knox Martin adquirió un biplano Curtiss con dos asientos, ocho cilindros y 200 caballos de fuerza. Antes de viajar a Colombia, pintó la aeronave, puso su nombre en el fuselaje, la empacó en cajas de madera y la envió en barco hasta Barranquilla, a donde llegó en mayo de 1919. En junio de ese mismo año hizo el primer vuelo sobre dicha ciudad y en asocio con los empresarios
El primer vuelo a Ibagué
El aterrizaje del primer vuelo de un aeroplano del cual se tenga registro en Ibagué, ocurrió la tarde del sábado 1 de noviembre de 1919 y fue realizado por el piloto estadounidense William Knox Martin, de 25 años de edad, y su copiloto colombiano Carlos Padilla, a bordo de su biplano Curtiss.
“Se efectúa el vuelo de Girardot a Ibagué. Un espectáculo hermosísimo. Cien kilómetros en treinta y cinco minutos: Ayer se efectuó el anunciado vuelo de Girardot a Ibagué. Desde que el avión de Mr. Martin asomó por los cerros de Gualanday, se le divisó, de modo que pudo observasela en un recorrido de cuatro leguas, que el avión hizo con grandísima velocidad. Mr. Martin aterrizó en el Llano de Belén, en medio de las aclamaciones de la inmensa multitud que había acudido al lugar del aterrizaje”, dice una nota periodística del diario El Tiempo, dos días después de la hazaña.
El 11 de noviembre de 1919, 10 días después del primer aterrizaje de un avión en la historia de Ibagué, El Tiempo publicó la siguiente crónica, escrita por Carlos Padilla, copiloto de William Knox Martin, acerca de las impresiones de aquel histórico viaje:
“La agitación en las calles de Girardot con motivo de nuestro vuelo de aquí a Ibagué es enorme; todo el mundo me detiene para preguntarme a qué hora es el vuelo; de las poblaciones vecinas recibimos varios telegramas, en que nos preguntan sí por ellas pasará muestro avión. Fatigados con los preparativos del viaje, nos recogemos Mr. Martin y yo en nuestro hotel para dormir unas horas. Mr. Martin dormía con un precioso tigrecito que compró en días pasados, y que reposaba sobre el brazo derecho del aviador, como si fuera un inofensivo gato.
A las 2 y 30 de la tarde un sirviente del hotel nos llama, para avisarnos que está a la puerta el automóvil que habíamos pedido para dirigirnos a Flandes, en donde está el avión,
—Es todavía muy temprano, dice Mr. Martin, ¡pero vamos!
Hacemos nuestros preparativos; colocamos dentro de una maleta unas provisiones, en previsión de que tengamos que aterrizar: unas botellas de cerveza, sardinas, pan, etc. Martin tomó su máquina de retratar, alzó su tigrecito y se dirigió al auto. Montamos, y parte
la máquina, en medio de las aclamaciones de los muchos curiosos reunidos en la puerta del hotel, y que nos deseaban un viaje feliz.
En todo el trayecto de nuestro hotel a Flandes, las gentes, con esa cordialidad característica de estas tierras, nos despiden clamorosamente. En la Estación de Flandes pedimos permiso para hablar por teléfono con Ibagué y avisar nuestra salida; luego nos dirigimos al campo en donde está el avión. Allí se hallaba el mecánico del aparato, don Enrique Alford, con su distinguida esposa, rodeados de una multitud de personas, ansiosas de presenciar la partida.
Después de arreglar los preliminares del viaje, subimos Mr. Martin y yo, y ocupamos nuestros puestos en el avión, Martin me dice que no tenemos tiempo que perder, pues la tarde se pone fea; por el lado de Ibagué hay densos nubarrones, que pueden convertirse en tempestad. Ya en asiento, me pasan la muleta… y el tigrecito, que es nuestra mascota. La fierecilla está muy asustada. Me despido de mis amigos, y no pienso sino en el viaje.
—¿Al set, Carlos?, me dice Mr. Martin. Yes, le contesto, mientras el mecánico grita: Off, off, dando algunas vueltas a la hélice; luego, dice: ¡On, On!, y el motor se pone en movimiento.
Principio a sentir un agradable fresco, producido por la hélice, y me preparo para el vuelo, cuando toda mi atención tuve que condensarla en el tigre, que se precipitó enfurecido sobre mi; logro contenerlo, y vuelvo a atender al motor.
Aún no nos hemos movido; Mr. Martín espera a que el motor se caliente bien y a que la marcha sea uniforme. Conseguido esto, el aviador da la señal de partida, y cinco minutos después rodamos sobre la hermosa llanura de Flandes, a una velocidad vertiginosa. A nuestra derecha pasa una larga fila de espectadores, de los que me despido haciendo señales con la mano derecha, pues la izquierda la tengo ocupada, manteniendo con todas mis fuerzas al tigre, que quería escapar, enloquecido por el ruido del motor. Súbitamente nos desprendemos del suelo.
Paréceme que como por milagro estamos suspendidos en el aire; a mi alrededor todo está inmóvil; sólo el ronco bramido del motor me dice que estamos en marcha. Siento una intensa emoción y me preparo a gozar de las delicias del viaje, cuando el tigrecillo, que aprovechando mi distracción se había libertado de la prisión de mi mano, enfurecido por esta situación única para un felino, se precipitó sobre mí, a quien consideró sin duda como el responsable de lo que le pasaba, y me mordió una mano con sus agudos colmillos y me clavó las uñas. De las heridas que esta fiera me causó brotan chorros de sangre. Viendo que la lucha era peligrosa, agarro al tigre del pescuezo y lo boto a un rincón, y allí lo acoso con la maleta de viaje. El animal permanece inmóvil, mirándome con sus ojos que parecían dos ascuas.
Libre de mi fiero enemigo, restaño mis heridas y me preparo ahora sí a gozar de la espléndida vista que desde el aeroplano se contempla y no desperdiciar ni una sola de las intensas emociones que me esperan. Trato de orientarme, miro a derecha, a izquierda, hacia atrás, y veo que aún estamos muy cerca de Flandes; el avión ha estado tomando elevación. A mis pies, la gente que presenció nuestra partida, semeja un grupo de hormigas. El paisaje es como una alfombra de diversos colores, dividida por las rayas blancas de los caminos.
El inmenso Magdalena desde lo alto parece inmóvil; volamos sobre el río y seguimos su curso en dirección Sur; estamos a 800 metros de altura; frente a nosotros se extiende la llanura inmensa, sin límites al parecer, pues la cadena de montañas que la cierra por el Sur se confunde con el azul del cielo. A trechos, sobre la llanura, brillan las curvas del Magdalena.
A la izquierda diviso los hermosos campos que hay entre Girardot y el Espinal, las dos líneas de plata del ferrocarril y el camino de herradura que parece un pequeño río; a la derecha, los cerros nos ocultan el paisaje. Nos elevamos más y vemos, tras de ellos, una llanura inclinada, en cuyo fondo percibimos una tenue neblina azul: allí está Ibagué. Martin me volvió a mirar y con la mano extendida me mostró la ciudad hacia donde avanzamos con una enorme velocidad.
En estos momentos volamos sobre un mar de nubes, a través de las cuales se filtran los rayos de sol y las convierten en copos de oro. Sobre Ibagué, las nubes se transforman en agua, que divisamos nosotros como una cascada tornasolada. Entre tanto, la máquina sigue avanzando vertiginosamente, vuelvo a mirar, y ya Girardot, Flandes, el Espinal, habían desaparecido; detrás de mí sólo veo la llanura y allá muy lejos, la sinuosa línea del Magdalena. Miro hacia abajo y distingo la población de Coello, en donde veo pequeños bultos blancos que corren de un lado para otro: son los habitantes del pueblo que contemplan por vez primera el paso de nuestra monstruosa ave por encima de sus cabezas.
Busco luego sobre el Magdalena el rastro de algún vapor, pero no puedo divisar nada; ante mis ojos sólo se extiende una inmensidad solitaria. Vuelvo a mirar al otro lado, y veo al río Coello, encajonado entre enormes peñas, y reflejando en sus aguas purísimas el azul del cielo. En este momento siento mover el timón e inclinarse suavemente el aparato hacia la derecha. Hasta entonces comprendí que, absorto por la contemplación del paisaje, no había prestado ninguna atención a la maravillosa máquina, en cuyas alas volábamos.
El avión navega sobre las nubes con tanta seguridad, con una calma tan perfecta, que no hay necesidad siquiera de tocar el timón; la marcha de los motores es regular, ni una falla ni un detalle intranquilizador que turbe la inmensa alegría de que en estos momentos disfruto y de la que soy acreedor a mi buen amigo Mr. Martin, a quien quiero expresar mi agradecimiento; él, como sintiendo lo que en mi interior pasaba, me vuelve a mirar y me sonríe.
Vuelvo a mirar hacia la tierra; hemos cruzado ya la primera cadena de montañas que por aquella parte cierran el valle, y volamos hacia la segunda cadena, a una altura de mil quinientos metros; quiero mirar hacia atrás, y en ese momento el maldito tigre, a quien había olvidado, salta de su escondite y se arroja sobre mí; lo amenazo, y entonces corre junto a Martín y se refugia al fin en un extremo del aparato, en donde permanece quieto. Martin me golpea en el hombro, me muestra al tigre, y sonriendo me da a entender que me compadece por mis aventuras con la fiera.
Pasado este incidente siento hambre, y juzgo que mi compañero también lo siente. Procedo a destapar dos botellas de Maltina, una lata de sardinas y una caja de galletas, y en un momento hago unos sandwichs; paso a Martín su parte de lunch, brindamos con la cerveza,
comemos los sandwichs, con gran placer, y luego guardo las dos latas y las botellas, como un recuerdo de aquel lunch a dos mil metros de altura. La máquina, en estos momentos, parece suspendida en el aire, no se siente movimiento alguno, fuera de una pequeña oscilación lateral, de cuando en cuando; sólo el rugido del motor y el ruido de la hélice interrumpen la quietud majestuosa que en aquellas alturas experimentamos.
Volamos sobre la última cordillera que nos separa de Ibagué; a nuestros pies contemplamos profundos abismos, en cuyo fondo, los bosques son apenas manchas oscuras; el río Coello parece un diminuto caño. Estamos en Gualanday, y al dejar los últimos cerros siento una especie de orgullo de haber vencido aquellas poderosas alturas, que tantas trabas oponen a los seres que tienen la desgracia de caminar, pegados a la tierra. Tomamos en seguida la recta del ferrocarril hacia Sesteadero. Volamos sobre la estación, y nos dirigimos hacía las nubes, debajo de las cuales está Ibagué, Llevamos 26 minutos de vuelo.
Las nubes, más bajas que nosotros, parecen conos de algodón regados sobre los amarillos llanos del Tolima. De pronto, el avión desciende, y divisamos a Ibagué, y al llano de Belén, en donde ardía la hoguera que habíamos ordenado se nos tuviera para señalar el lugar del aterrizaje. En esto, una tenue neblina nos oculta la ciudad; luego volvemos a divisarla, y siento que la velocidad del avión disminuye. Vamos planeando lentamente; atravesamos la nube que nos envuelve y la tierra parece subir hacia nosotros. Ya vemos distintamente los techos rojos y oscuros de la ciudad, las calles, la plaza y los habitantes.
A nuestra derecha se halla el campo de Belén; cruzamos nuevamente otra nube, y como por entre una tenue gasa descendemos; la tierra corre a toda velocidad debajo de nosotros. Estamos a punto de aterrizar; entramos por la parte superior del campo, y tomamos tierra, viendo pasar a un lado y otro a una multitud de espectadores, que nos aclaman, locos de entusiasmo. Corremos 200 metros sobre la tierra, y el avión se detiene. Hemos terminado nuestro viaje.
Descendemos del aparato, y vuelvo a hacerme cargo de mi fiero compañero de viaje, que se muestra ya muy dócil. Después de dejar arreglado el avión, vamos al hotel. Tal fue el primer viaje aéreo de alguna importancia que se haya realizado en Colombia, y en el cual experimenté inolvidables sensaciones”. Girardot, noviembre 11 de 1919. CARLOS PADILLA. Diario El Tiempo.
MÁS NOTICIAS:
(Vídeo) Famoso y querido cantante de música popular se accidentó en una avioneta: así se encuentra
Los memes tras la ‘candente’ canción de Shakira y Karol G
¡Fétido! Así le huele esta parte de su cuerpo a Lina Tejeiro