Norma Bejarano. Psicóloga-Sexóloga.
Las personas sibaritas de la esencia a humanidad se sienten atraídas por el olor natural de sus parejas: sudor, ropa interior usada, vaho axilar, o genital, entre otros característicos. Los más poetas dirán que su compañero huele a madera, a tierra mojada, a eros.
Sin hacer apología a la mala higiene, pues tres dedos de frente bastan para saber que la limpieza es fundamental y saludable, ni oda al aseo excesivo, no es recomendable eliminar todo rastro del olor corporal «rústico» porque en él puede estar parte del triunfo amatorio, así a los remilgados representantes del buen olor y las buenas costumbres no les guste esto.
¡El encuentro sexual requiere inhalar a la otra parte!
Los buenos amadores «aspiran» al otro, lo inhalan y acercan su aroma como lo hacen cuando un alimento está en plena cocción. El encuentro sexual requiere una profunda y sentida aspiración de la otra parte, olisquearlo para aprobarlo.
¿Quién no se ha sentido atraído por el aroma, no de un perfume parisino, sino de la fragancia embriagante del objeto amoroso? Dijo aquel escritor, que el olor que uno emite y el otro absorbe, es una imposición que no se ve, pero se siente. Para algunos los olores que se despiden en el encuentro sexual son excéntricos, pero, entre sábanas y pasiones poco o nada huele mal, el efluvio consustancial es apreciado porque surge de la mezcla de los cuerpos.
¡Olores y emociones!
El olfato, nuestro sentido primigenio, influye en el sistema límbico, el olor tiene línea directa con el llamado cerebro reptiliano, por lo que genera emociones de gran impacto y duración. Por eso un aroma puede transportarnos en el tiempo, o activarnos fantasías y deseos eróticos con más intensidad que una imagen o una melodía.
Los olores que percibimos durante el encuentro sexual tienen conexión directa con nuestras sensaciones. Los perfumes humanos propios pueden provocar estados emocionales determinados, levantar y lubricar ánimos (o no). Las sensaciones y fragancias que circulan a sus anchas por nuestra nariz de manera inevitable se pegan a la piel como un tatuaje, la interacción sexual deja impregnando un aroma particular, insistente y bioquímicamente obsesivo. Jean-Baptiste, protagonista de «El perfume» de Patrick Süskind, decía que una vez en su interior, el perfume decidía de modo categórico entre inclinación y desprecio, aversión y atracción, amor y odio. Y que quién dominaba los olores, dominaba el corazón.
¡Eros invade el bulbo olfatorio!
Eros invade el bulbo olfatorio, lo trastoca y lo hace oler a lo que uno es, y no a lo que la sociedad fragante diga. El olor peculiar es grato, atractivo, estimulante, excitante cuando estamos en el momento adecuado.
Lo expresó el escritor James Joyce, «(…) cuando me recueste encima de ti para darte un beso ardiente de deseo en tu indecente trasero desnudo, pueda oler el perfume de tus bragas tanto como el caliente olor de tu sexo y el pesado aroma de tu culo».
Vivimos en un mundo aséptico, de marketing olfativo, y producción de ambientadores para seducir. Nos han esterilizado o fetichizado y padecemos una suerte de ‘antolagnia’ o excitación si solo olemos a flores. Pero pasamos por alto que lo que nos excita tiene un olor particular; diría Jean-Baptiste, «lo que codiciamos es la fragancia de ciertas personas: aquellas extremadamente raras, que nos inspiran amor». Quién nos desee con pasión será aquel que encuentre en nuestro extracto particular e inimitable, eso que le excita. Ni la ciencia, la palabra ni los insulsos sexuales han podido describir este olor atrayente, porque cada encuentro de cuerpos construye su singular fragancia.